Discurso de Antonio Lozano en los premios Ser canarias
Quiero ante todo agradecer de corazón a la Cadena SER la concesión de este reconocimiento, cuyo anuncio supuso para mí una sorpresa y un honor, un reconocimiento que quiero dedicar en primer lugar a mi mujer, Clari, y a mis hijos Carolina, Carlos y Javier, pero también – porque este premio tiene que ver con la tarea desempeñada en el ámbito de la cultura- a todos los amigos y amigas, los compañeros y compañeras con quien tuve y sigo teniendo la suerte de trabajar en los proyectos puestos en marcha en el Ayuntamiento de Agüimes.
Y es que, en el desarrollo de proyectos culturales, mi trabajo está íntimamente ligado a ese municipio al que tuve la suerte de llegar hace más de treinta años y en el que descubrí que la utopía no es un sueño inalcanzable mientras haya hombres y mujeres dispuestos a luchar para que se haga realidad. Me es imposible mencionarlos a todos, pero sí quisiera nombrar, en su representación, a mi tan querido amigo Antonio Morales, que es quien, cosas de la vida, me hace entrega de este premio, haciendo que este momento sea para mí doblemente emotivo. Trabajar junto a él fue una fuente constante de enriquecimiento humano y de satisfacciones. El gran aprendizaje de esos años a su lado fue sin duda constatar lo que ya pensábamos: que la cultura es un poderoso motor de transformación individual y social; y nos hizo también ratificar la certeza de que la cultura debe estar, para cumplir con sus objetivos benéficos, incorporada de lleno al proyecto político global, y no ser –como tan a menudo ocurre- un apéndice decorativo de este, hecho para adornar ciertos discursos políticos sin llegar a su destinatario final, el conjunto de la sociedad, sin cumplir su misión esencial: la de generar en el interior de esa misma sociedad espacios de disfrute, de creatividad y de desarrollo del espíritu crítico.
Sí, creo que demasiadas veces la política cultural no cumple con su misión. Probablemente eso tenga que ver con lo que tanta veces se ha dicho, en el tiempo presente y en los tiempos pasados: que en realidad al poder no le interesa que así sea, porque a menudo se elevan desde ese sector las voces más críticas hacia él. Que la relega cuando puede y quiere, y casi siempre quiere y puede, al papel que se espera del barniz, el de crear una apariencia favorable bajo la cual poco o nada esencial hay. Un barniz del que solo se favorece una parte muy minoritaria de la sociedad, la más pudiente –porque una de la formas con que se limita el acceso a la cultura es el precio que se paga por ella, y si no que le pregunten a quienes impusieron el IVA cultural-, o la que practica con regularidad el sano hábito de disfrutar de la cultura, dejando en un espacio sombrío y amplio a los hombres y mujeres que, por sus escasas posibilidades económicas, por el bajo perfil de su entorno sociocultural o por no haber recibido los estímulos necesarios para acercarse a la creación cultural quedan sepultados bajo esa capa de barniz que en nada les concierne.
El hecho es más grave de lo que en apariencia pueda parecer, porque la salud de una sociedad depende en muy buena parte de su capacidad crítica, y esta nace y crece, invariablemente, al calor de la cultura. En esta y en sus creaciones bullen las ideas que alimentan el análisis crítico de nuestro mundo, un mundo que nos ahoga en el mar de confusión en que nos sumerge. Un mundo en que la palabra ha perdido toda legitimidad porque ha dejado de estar al servicio de la verdad para pasar a servir, distorsionada de la manera más descarada, a los intereses de los poderosos, a justificar los peores desmanes.
¿Cómo desentrañar los misterios del lenguaje del poder sin una mirada crítica al palabrerío que se ha multiplicado en tantos discursos tan grandilocuentes como vacuos? En su Ética para Amador, Fernando Savater explica a su hijo que la mentira es nociva porque destruye la confianza en la palabra. Ante el rostro puro y terrible de su patria, a Blas de Otero le queda la palabra. Y hoy, ante el asalto despiadado que esta sufre, ¿nos sigue quedando la palabra?
Quiero creer que sí, pero que hay que saber dónde encontrarla: en la voz de la gente honesta, en la de los profesores para quienes su oficio consiste también en transmitir valores, en la de los políticos que sí luchan por transformar la realidad de sus pueblos, en la de quien profiere el grito de Munch, en la del cantor que clama contra la injusticia, en los libros que esperan a ser abiertos en los anaqueles de las bibliotecas.
Sí, frente al asedio al que se ven sometidos los pueblos del mundo, nos queda la cultura. Sin ella, no hay democracia, porque sin el espíritu crítico que nos procura seguiremos siendo rehenes del poder que únicamente busca mantenerse firme en su puesto. Solo así se explica que hombres y mujeres, corruptos de reconocido prestigio, sigan siendo elegidos convocatoria electoral tras convocatoria electoral; solo así se explica que a quien incumple con tremendo desparpajo sus promesas electorales nada más llegar al poder le sea concedida una nueva oportunidad de engañar al pueblo en los comicios siguientes; solo así se explica que la mayoría siga respaldando a quienes anteponen los intereses de quienes mandan de verdad –me estoy refiriendo, claro está, a los dueños del dinero del planeta- a los intereses de quienes los han llevado al poder con el encargo y la esperanza de ser los destinatarios de sus desvelos.
La democracia nos está siendo secuestrada. Si algo ha dejado claro esta crisis, es que quienes la han gestionado se han puesto al servicio de los verdugos y no de las víctimas. Han dejado de ejercer el poder que emana de las urnas, puesto que actúan en contra que quienes los han elegido. Han convertido el mundo en un galimatías indescifrable y han contribuido a abrir más y más la brecha entre los que todo lo tienen y los que nada poseen. Han elevado muros legales contra sus pueblos, dejándolos en la mayor indefensión, arrebatándoles derechos que tanta sangre ha costado alcanzar.
No se trata ya solo de nuestras islas, no se trata ya solo de nuestro país. Se trata del mundo, en el que se ha implantado con fuerza la globalización de la injusticia. Por los caminos de nuestro planeta transitan cientos de miles de seres humanos en busca de ese derecho tan primario como es el de la alimentación, huyendo de guerras mortíferas, empujados al exilio por dictaduras inmisericordes. La respuesta que reciben de Europa, hacia donde muchos se dirigen, es la del desprecio y el portazo. El viejo continente se fortifica elevando vallas armadas de concertinas y subcontratando a los países limítrofes servicios de vigilancia y contención de unos seres humanos que, lo sabemos todos, están en esos países absolutamente desprotegidos. Mueren miles de hombres, de mujeres y de niños en ese intento, pero nada importa, porque Europa ha tomado la determinación de seguir mirándose el ombligo mientras todo esto sucede. Sin embargo, algo de responsabilidad tiene, puesto que algunos de sus líderes se han fotografiado en Las Azores, puesto que los aviones que bombardean los países de los que buscan refugio en tierra segura han despegado muy a menudo de sus propias bases, puesto que muchos de los dictadores que provocan la huida de miles de personas son sus amigos y aliados, puesto que siguen esquilmando los recursos de África, provocando la miseria de quienes tienen que salir fuera del continente en busca de su sustento.
También percibir esta realidad requiere una visión crítica del mundo, y no serán ni los reality-shows ni los grandes hermanos quienes nos la proporcionen. La extensión de la cultura a todos los rincones de la sociedad es por ello una responsabilidad de primer orden para las instituciones públicas. Pero cuando vemos que el mayor porcentaje de los presupuestos en este ámbito va destinado a un sector minoritario de la población, nos damos cuenta de que ese objetivo dista mucho de ser una prioridad en buena parte del sector público. No puedo dejar pasar esta ocasión para reivindicar con honda convicción y con fuerza el derecho de todos los hombres y las mujeres que conforman una sociedad al acceso a la cultura. Por su propio desarrollo personal pero también por ser un requisito imprescindible para crear una sociedad más libre y democrática, para comprender mejor el mundo y contribuir a su transformación.
Me informaron, cuando me comunicaron la concesión de este premio SER canario, que tanto me honra, que también tiene que ver con el carácter social de mi obra literaria. Y sí, para mí el hermoso oficio de la escritura no tiene más sentido que el de compartir mi mirada crítica y las preguntas que me hago sobre las cosas que no me gustan de este mundo, las tremendas injusticias que en él se cometen, los intolerables abusos que el poder perpetra y alienta contra los más débiles y que muchos, en nuestra propia sociedad, no parecen percibir ni siquiera cuando van dirigidos a ellos mismos. ¿De qué, sino, serviría ser escritor en este mundo de hoy?