El Sanatorio

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—   Tómese la pastilla.

—   No.

—   Que se tome la pastilla.

—   Que no quiero.

—   Le hará bien; venga, tómela.

—   Que me hará bien… que me hará bien… Pero ¿por quién me ha tomado? ¿Por un loco? Se a lo que se refiere. Me hará bien porque me evitará el trabajo de pensar. Me ayudará a dormir, pero no ese descanso que hace descansar, sino ese que atonta y le hace a usted ganar tiempo para sus fechorías. Me tranquiliza, claro, pues pierdo la conciencia y ya no soy, para nunca estar donde debía estar. Conozco los efectos de sus píldoras inofensivas, pero yo no callaré hipócritamente como tantos compañeros que hablan solo cuando usted está lejos y el castigo de su magnánima presencia es invisible, fuera del alcance de sus ojos. Yo no callaré. Usted cree que todo lo controla con esos barbitúricos diminutos, con esas palabras biensonantes tan nocivas y esa sonrisa estudiada y acaramelada. A mí no me engaña. Yo vi su sombra antes de que apareciese. No se trata de escupir hacia arriba mientras llueve, pero tampoco de estar eternamente escondido bajo un portal hasta que escampe. Mojarse, mojarse hasta empaparse. Yo no soy como esos secuaces suyos que colaboran sin saberlo para perpetuar este sinsentido. Ustedes los prefieren, claro, pues critican (cuando lo hacen) exactamente lo que a ustedes les interesa que critiquen. Son capaces de ser impunes con el servicio del sanatorio de la ciudad de enfrente mientras callan una mancha negra y viscosa que rebosa por el suelo de la habitación de su vecino. Sus conciencias quedan libres o eso quieren creer. La connivencia es consciente, a pesar de que eludan su responsabilidad con el alegato del silencio: yo no hice ni estuve, solo callé. ¿Acaso no saben que callan cuando callan? Hay quienes a fuerza de repetir su falsa bondad terminan creyéndose buenos, pero la bondad no se consigue solo anunciándola como si de un cortejo real se tratara. Siguen siendo lacayos los lacayos, incluso en un cortejo real. Ustedes los prefieren porque refuerzan sus estrategias de control. Cuando así lo quieren, les dan tres pautas bien dirigidas para denunciar las leyes de racionamiento de otros centros y así no se ocupan del apartheid que viven en sus propias carnes: los re-sanos a un ala del edificio y los víricos a la otra ala. Pero queda tan bonito denunciar, le hace a uno su imagen tan digna, hasta heroica, sobre todo si el peso de la denuncia está a la vuelta de la esquina y no se ve. Dar esquinazo al deber no es tan fácil. La conciencia tiene la habilidad de seguirle allí donde vaya, sortea todos los obstáculos y, finalmente, allí está, a su lado de nuevo. Usted prefiere a los que asienten en su cara y lo aniquilan a su espalda, ¿verdad?

—   Sí, sé que hablan mal de mí, pero eso no me importa.

—   Ya lo creo, lo importante es el silencio. No importa cuánto ruido hagan si usted no lo escucha. Se pone los tapones de la estupidez y descansa en paz. Yo no aguanto más este delirio al que nos quieren someter, estas pastillas son una muerte segura en vida. No me callarán. Son expertos en desplazar las responsabilidades de sus actos. Acuden a la Organización de Sanitarios Unidos para esquivar los pocos arrojos que de vez en cuando deben escuchar de algunos pacientes inmersos en la angustia. Como si la OSU no fuesen ustedes mismos con otro nombre, como si una especie de estamento divino nos viniese a salvar de sus propias acciones. ¿No son ustedes mismos, bajo el consentimiento de los otros, quienes han organizado un sistema retorcido para decidir quiénes deciden todo en cada centro? Al final, siempre son los mismos los que dirigen: hijos, hermanos, primos, sobrinos y, en última instancia, amigos de sus amigos.

—   Me gusta su manera de discernir, aun sin pastillas. ¿No le interesaría ejercer de asesor principal de presidencia?

—   Cuánta astucia derramada en tan pocas palabras. Pero quédese usted tranquilo, su propuesta no me sorprende nada en absoluto, es lo habitual. De repente, ha sentido una cierta incomodidad. No está acostumbrado a que lo contradigan, a pesar de que en teoría sea legal discrepar y expresar nuestras dudas sobre el funcionamiento mismo de la vida.

—   Déjeme que le confiese una cosa ahora que ya me conoce: las píldoras son un placebo.

—   Pero, ¿cómo va a ser eso si el efecto anestésico es total? ¿Cómo es entonces que adormece a tanta gente?

—   Ah, eso yo no lo sé, pregúntele a ellos.

—   Siendo así, por favor, déjeme cuatro pastillas que prefiero morirme.

—   Pero, ¿está usted loco? ¿Ha perdido la cabeza? Lo necesitamos vivo; si no, ¿cómo íbamos a mantener nuestro negocio?

—   ¿Cómo?

—   Son los tipos como usted los que dan sentido a nuestras terapias.

—   ¡Pero si no hay terapia alguna!

—   Cómo que no, ¿hacia dónde irían estos pacientes si nosotros no se lo designamos? Les damos un sentido en el sinsentido. Damos respuestas a la utilidad de sus piernas y brazos, orientamos el norte de sus miradas perdidas.

—   ¡Son ustedes unos sociópatas! Eso es lo que son, ¡malditos hipócritas! Se creen acreedores de una verdad única e inmutable. Como ratas se retratan en cada acto. Váyase con su humo y su hedor nauseabundo, no quiero contagiarme de su enfermedad. Creen que serán por siempre, pero no hay más que sumar uno para llegar a dos y así hasta que seamos multitud inevitable. Cambiaremos las cosas a pesar de ustedes o quizás gracias a ustedes, pues la obsesión por el poder les ciega y eso a nosotros nos hace ganar tiempo y visión.

—   Desde que sepamos de una de sus reuniones, los denunciaremos por ir en contra del sistema.

—   Sí, ya sé cuál es su modus operandi. Incluso cambiarán las leyes para armar la estructura de bases favorables a sus objetivos. Han sido capaces de legalizar lo ilegal sin ningún tipo de reparos, solo ha sido cuestión de comprar a algunos que hiciesen suficiente su aprobación en los consejos oportunos. Para ustedes, el fin siempre justifica los medios, ¡qué desfachatez! Retomaremos la voz que a fuerza de decretos ha enmudecido. Nuestros compañeros se acostumbraron a silenciar sus pensamientos y dejar de lado sus sueños. Muchos son los muros que quedan por derribar.

—   Choco sin late y una silla de tres patas.

—   ¡Pero qué mierda dice!

—   Que la sinergia de las teorías divergentes puede ser decisiva para el deterioro invertido de las placas refractantes del pensamiento colectivo.

—   ¿Qué? ¿Intenta confundirme?

—   No, por favor. Solo digo que mañana tres caracoles sin casa se harán con las escuelas de la modernidad y los cielos caerán al suelo sin esperar a que las ballenas busquen un refugio. Esto es un tema delicado que merece todas nuestras atenciones y no lo que usted arguye. Pero, claro, para eso estamos nosotros y no la gente como usted. Alguien tiene que sacar el centro adelante. Tenga cuidado, nada bueno se avecina; de verdad, tenga cuidado.

—   De repente, el aire se ha vuelto irrespirable y el peso de sus palabras crea cemento en mis ojos. ¿Cómo podía haberme olvidado? El miedo, qué gran herramienta la del miedo. Lo utilizan en caso de emergencia, ¿verdad? Es eso, cuando las pastillas fallan recurren a algo más efectista y contundente. No hay mayor paralizante que la siembra de un poco de miedo. Es el causante real de que los pacientes no se atrevan a manifestar su desacuerdo o, lo que es peor, que caminen por el edificio con la incertidumbre de que en cada paso puede estar su final. Caminan sin caminar, como si estuviesen en un campo minado. Avanzan con la muerte acechándoles constantemente y eso gracias al miedo que ustedes instalan. Se han hecho dueños hasta del oxígeno que malamente nos dejan respirar. Bien es verdad que no hay miedo que no sucumba a la frontera existente entre la vida y la muerte, pues cuando nada queda por perder, todo está por ganarse. Guárdese su miedo de infamia, pues ya no produce su efecto deseado.

—   Cuatro hermosas campanas produjeron silencios nunca hasta ahora escuchados y los gusanos del sol trajeron más luz que nunca, una inmensidad de luz de múltiples colores. Creo que fue gracias a Platón, pero no estoy seguro del todo.

—   ¿Será posible? ¿Quiere dejarlo de una vez? Sus absurdos ya no funcionan. Y sí, si fue Platón el que nos sacó de la cueva en la que ustedes quieren volver a meternos. Hemos ganado el derecho a…

—   Usted se cree con todos los derechos, pero usted no es de usted, sino del universo.

—   Mi cuerpo es mi derecho, mi derecho y mi cuerpo. Ustedes quieren apoderarse hasta de eso, pero solo tenemos eso. Con su dialéctica de quiosco no conseguirá despojarnos de ello.

—   ¿Le importa que me tome su pastilla?

—   No; por favor, tómesela. Pero le voy a confesar una cosa: es un placebo. No obstante, hágame caso y póngale usted mismo un nombre bien técnico.  Verá que de repente le produce un efecto embriagador. Estará probando su propia medicina, créame. Es así como han conseguido crear tantas y tantas ciudades de papel mojado, la tinta se corre y ya nada de lo escrito tiene su sentido original. Hasta han conseguido convencernos de una estética ideal según qué y para qué. Cuánto les gusta presumir de buenos modos como reflejo de buena moral. No es estético hablar del óxido del instrumental quirúrgico con el enfermo delante. ¡Sálveme de sus gustos estéticos!

—   Cuánto sabe de salud mental, en serio.

—   No se crea; en realidad, estoy aquí por loco.

—   Pero, igualmente…

—   No me enrede, déjese de zalamerías. No se humille más de lo que su camino ya ha hecho por usted mismo. Hoy va a llover y las nubes no van a esperar a que yo decida cuándo salir. Saldré al asfalto con paso firme y cabeza alta, no me amedrentará ni siquiera la borrasca que se prevé. Hoy es un buen día para recolectar voluntades y sembrar espíritu; hoy es un buen día para sumar, restando lo que sus palabras sodomizaron. Coja una lanza y súbase al rocinante camino, a esa vereda verde de tupida floresta. Retiremos pues con guadaña la trémula espesura y avivemos el horizonte. Tumbemos los muros y embotemos las puntas de sus altos vuelos. Transformemos en grito la miríada de silencios. Hoy es día insurrecto para un cambio añorado. Hoy la poesía gana terreno. Hoy es el día, ¿me acompaña?

—   Realmente, está usted peor de lo que imaginaba.

—   Lo sé, pero prefiero mi locura a su negro cielo.

José Brito · 5 de agosto de 2014

Los soñadores no pueden ser domados (Paulo Coelho)