La vuelta a la isla

El mismísimo Artemi Semidan, Guanarteme bautizado con el nombre de Fernando por los reyes católicos fue quien nos vio partir. Allí nos encontrábamos con nuestras provisiones sonoras para el viaje, un poco de Sabina, Fito Páez, Supertramp, Eagles, Sabandeños… una mochila que prometía mucho, además de nuestro incondicional Silvio. Y en ese viaje nos sumergimos todos, los viajantes incorpóreos, Andrés y Yo.

La conversación parecía no tener inicio, como si ya hubiésemos estado hablando antes de pronunciar ni una sola palabra. El clima llevaba al estado, el estado al día, el día al porvenir, el porvenir a la existencia, la existencia a la gasolina y vuelta a empezar, pero siempre diferente.

Degustábamos la carretera como quien saborea una buena comida, no sorteábamos a otros coches, sino que ellos nos facilitaban el espacio para que no tuviésemos contratiempos de ningún tipo. Parecían saber de lo que estábamos hablando… de la vida y del amor, que son lo mismo si uno se empeña en ello.

Hicimos nuestra primera parada en la tierra de un Dios tullido. Quizás, él mismo se cortó el dedo para demostrar a los humanos que no tiene forma pero si naturaleza, una naturaleza que es amorfa y perfecta. Y ahí estaba ese dedo en el fondo de la mar señalándonos hacia una de las terrazas donde podíamos tomar unas cervezas y unas papitas arrugadas, porque otra cosa no, pero si existe Dios, debe tener una inteligencia suprema, ¿como no iba a saber que nuestras papas canarias al igual que su gente, cuanto más arrugadas, más sabrosas? Debe ser el Sol y la tremenda energía que nos ofrece durante todo el año.

Después de contemplar a los guiris alucinando con nuestro clima (que también es el de ellos) tumbados como lagartos sobre los callaos de la playa y ese agua que con solo mirarla te hace tiritar en esta época del año… nos dispusimos a continuar nuestro trayecto. Nos metimos nuevamente en el Momomóvil y… ¡derecha, ras!…

Tomamos rumbo a la Aldea, que sin tener gente pitufina, si que parece moldear a sus habitantes con una hospitalidad inigualable de un azul sereno. Debe ser el sutil aislamiento al que condena la distancia y las ganas de tratar con gente diferente, pero sea por lo que sea, son especiales. A medio camino, sentía efectivamente que estaba dando la vuelta a algo, estábamos invirtiendo tiempo y esfuerzo en recrear la senda. De repente Andrés soltó un “siempre he querido parar aquí…” y allí paró, sin darse ni tiempo a terminar la frase. Fue una parada de aire fresco, el paisaje del Andén Verde era impresionante. Esos acantilados que se encuentran a mitad de camino entre la tierra y el cielo, solo están creados para hacernos sentir nuestra nimiedad y mostrarnos la suerte que tenemos al poder disfrutar de inigualable prodigio de la naturaleza.

Ya alcanzando el meridiano de nuestro viaje, realizamos las llamadas oportunas a nuestros respectivos amigos aldeanos, para poder compartir con ellos un instante de aquella aventura isleña. Tuvimos suerte y los encontramos dentro de la zona protegida. Quedamos con ellos en la costa del oeste insular y como no hay aldeano que no se precie de ser buen bebedor, en un bar mirando al mar establecimos nuestro meeting point.

Nos abrazamos, nos echamos de menos sin habernos despedido, porque eso si que tiene el canario, y es que llora la ausencia aun sin tenerla. Nos reímos, vamos que si nos reímos… hasta de nuestra sombra. Bebimos moderadamente y tenía su explicación, pues nuestros amigos llevaban cuatro o cinco días sin dejar de hacerlo. Las conversaciones se extendieron hasta que el sol decidió esconderse y saludar a una tímida luna que parecía estar despertando de una siesta, y es que eso de trabajar de noche te obliga a dormir de día.

Después de poner solución a nada y desahogarnos de todo, decidimos iniciar nuestro ritual de despedida, y digo ritual, porque siempre se realizan una serie de gestos que no harían de ese adiós tan genuino. Los besos y los abrazos parecen anteceder a una largo viaje transcontinental, como si no fuésemos a vernos en meses o quizá años, pero nada más lejos de la realidad. Otro elemento de esa ceremonia es el de concertar un nuevo encuentro a corto plazo, para otro momento que es probable que se realice, pero del que también todos saben que es probable que no. Aún así tiene que llevarse a cabo. Yo creo que como muestra del enorme afecto que se tienen los encontrados y como prueba del aprecio y las ganas de volver a tener otro encuentro. Y así fue, quedamos para vernos nuevamente a la siguiente semana.

Destino Las Palmas, donde el final sería el inicio, donde el inicio sería el final. Sin embargo entre curva y curva, realizamos una parada de previsión de mareos por parte del copiloto antes de llegar a Veneguera. La noche estaba estrellada y el espectáculo era único, solo la ausencia de neones podía permitirnos aquella feria de luces. Descubrimos los placeres de la vida contemplativa y una vez más, la grandiosidad del universo.

Una vez retomamos el curso sobre aquella lengua negra de asfalto, recibimos la llamada del padre de Momo, que es como cariñosamente llaman a Andrés sus amigos. No estaba previsto, pero le hicimos una visita, pues además nos quedaba de paso. Puerto Rico sería nuestra penúltima parada. No vimos el puerto, pero si que disfrutamos de una rica velada. Rica en dialéctica, en sabores gastronómicos con una tortilla de papas que sació todo lo insaciable, de compañía plácida, amable e inteligente… y rica en sonidos. Andrés padre, tocaba la guitarra como el mismo Joao Gilberto o Veloso, con una voz aterciopelada que desvelaba una timidez propia del que sabe más de lo que dice. Por su voz pasaron desde Alberto Cortés hasta Calamaro, un colage multicolor de tonadas dulces, que arrullaron la nocturnidad.

Y ahora si, rumbo a Las Palmas, satisfechos de nuestro viaje, y sabiendo que no hay viaje sin enseñanza, ni enseñanza que no invite a viajar. Buenas noches… noches buenas.