Pregón de las 544 fiestas fundacionales de la Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria

2022-06-03 Pregón de las 544 fiestas fundacionales de LPGC. Pregonero, José BPREGÓN 2022

544 FIESTAS FUNDACIONALES DE LA CIUDAD DE 

LAS PALMAS DE GRAN CANARIA

Pregonero: José Manuel Brito López

Excelentísimo alcalde de Las Palmas de Gran Canaria, Augusto Hidalgo, Ilustrísima Señora concejala de cultura, Encarna Galván, autoridades, vecinos y vecinas de nuestra querida ciudad:

MI NIÑEZ Y EL BARRIO

Yo soy un niño de barrio. El barrio es mi origen, mi camino y mi destino. Cuando era bien pequeño, hace años ya de eso (más de los que desearía y menos de los que siento), la vida se concentraba en tres parques: el grande, el chico y el de la iglesia, el “medianito”. En mi barrio, el de Las Torres, fue donde forjé la mitad de mis pasos, el primer microcosmos que me abrazó y me enseñó las primeras lecciones de vida. Desde esas “torres”, como si de la atalaya de la ciudad se tratase, aprendí que el tamaño de las cosas, como el de las personas, lo define la mirada y el espíritu con el que se las observa. Nada hay tan grande como para no caber en el sueño de un niño ni tan pequeño que los mismos ojos no permitan contemplarlo con una magnitud desbordante. 

En nuestros barrios, como ese de mi niñez (un barrio periférico de nuestra ciudad que a tantas familias acogió y ofreció esperanza), repletos de orígenes, hay más caminos que calles y más sueños que destinos. Siempre hay una orilla que delimita y, a la vez, abre un nuevo horizonte infinito. En aquellos años de mis primeros pasos, más allá de nuestra fortaleza rojiblanca, solo existían plantaciones de papas, tomates y plátanos, un incipiente polígono industrial, el camposanto de San Lázaro y mucha, mucha, mucha tierra; mucho campo donde jugar, donde emporcarnos manos y cara, donde cicatrizar con polvo las heridas cotidianas, donde poder crear un universo paralelo. 

“¡Corre, corre, corre!”, gritaban mis hermanos Paco y Antonio para lograr que el dueño de una finca que habíamos invadido no nos alcanzase. Habíamos entrado para abastecernos de unas pocas papas que acabarían chamuscadas en una maltrecha hoguera y que sin éxito intentaríamos comer, no por hambre, que el estómago saciado estaba, sino por sentir que éramos autosuficientes, y que, como supervivientes de un naufragio, conquistábamos nuestra pequeña isla imaginaria, aquella que todos llevamos dentro desde que partimos en este viaje. 

Al llegar al parque grande sentíamos que estábamos a salvo y que nuestra evasión había sido todo un triunfo si no hubiese sido por algunos daños colaterales como la pérdida de algún zapato que decidía arbitrariamente abandonarnos al tener que atravesar un lodazal o porque al caer la tarde y regresar nos encontráramos a mi padre haciendo guardia en la puerta del zaguán para instruirnos con ciertas historias de vida y enderezar así algunas conductas inapropiadas. 

En aquella época, calculábamos la vuelta según fuese cayendo el sol o cuando mis padres nos hacían llamar, no por llamada telefónica, SMS o Whatsapp, sino por mensajería humana. Siempre había un niño revoloteando la calle que conocía las expediciones de cualquiera y ejercía de heraldo expeditivo y portador de malas noticias: “¡tu padre les está buscando!”; a lo que nosotros respondíamos con un incómodo silencio o, como mucho, con un “¡uf, la que nos va a caer!”.

TODOS LOS BARRIOS LATEN CON UN SOLO CORAZÓN

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En mi barrio, como en todos los de nuestra ciudad y, posiblemente, nuestro país y nuestro planeta mismo, teníamos una prensa local reconocida aunque no oficial. Me refiero a Radio Rosita, a Diario Manolito o a Noticias Carmita. Este medio de comunicación último era el que regentaba mi abuela, que cada día realizaba una vigilancia lenta y prolija para poder recibir cuantos sucesos, desenlaces y promesas acontecían a diario. Era algo así como la “Agencia Efe” del barrio, pues a quienes no habían podido nutrirse de noticias frescas, ella con diligencia se las proporcionaba. 

Para que fuera posible este ejercicio de intenso periodismo debía conocer bien a todos sus vecinos y ganarse la confianza de sus fuentes, que solían frecuentar los bazares, la frutería, la carnicería o la pescadería. Aunque siempre había una tienda que ejercía de centro de control, que en su caso era Ca’Miguelito.

En mi casa estábamos perfectamente informados de la vida de nuestros vecinos y si algo se escapaba, mi abuela visitaba presta a doña Rosita, a quien nosotros reconocíamos cariñosamente como el Canarias7. ¿El pretexto? “Tomarme un café y ver qué tal anda”. Muchos años después, cuando me mudé con mi mujer y mis hijos a Guanarteme, un barrio de mucho carácter y tradición, me di cuenta de que son más las similitudes entre nuestros barrios que las diferencias, que nos une mucho más de lo que nos separa. 

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Este nuevo asentamiento capitalino ha sufrido una enorme transformación en los últimos cuarenta años y su metamorfosis se ha acelerado en la dos últimas décadas debido a muchos factores; entre ellos, la incorporación en sus límites de un maravilloso auditorio, un enorme centro comercial y el atractivo permanente de una de las playas urbanas más bellas del planeta. Un nuevo vecino proveniente de múltiples lugares ha encontrado en este barrio capitalino su lugar ideal para trabajar; pero, sobre todo, para disfrutar de la vida, convirtiéndolo en uno de los espacios nómadas digitales del mundo más valorado.

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Desde que en 1478 la Corona de Castilla enviara al gobernador Pedro de Vera para fundar la ciudad de Las Palmas y repartir las tierras entre los suyos, la ciudad ha ido creciendo a partir de los dos modelos que la vieron nacer a ambos lados del Guiniguada: los barrios de Vegueta y Triana. Todos los que fueron llegando, de un modo u otro, fueron adoptando y adaptando las especificidades de los pioneros, yendo más allá de lo meramente arquitectónico o de planificación como subdivisión de la ciudad.

QUIERO PARECERME A MI GENTE

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Cuánto más conozco el barrio, más quiero parecerme a él. Quiero parecerme a ese “buenos días” de quien no espera más recompensa por su saludo que la sonrisa de quien lo recibe; quiero parecerme al “no te preocupes, mi niño” de quien te exime de toda culpa por no haberte percatado de que casi la arrollas con tu paso apresurado al salir de su casa; quiero parecerme al “usted primero” de quien se aproxima a la caja del supermercado para pagar; quiero parecerme a la cadencia de quienes recorren el paseo de Las Canteras mientras contemplan esa línea insondable que se mancha de múltiples tonalidades rojizas hasta que el sol desaparece; quiero parecerme a la devoción de los surferos, los equilibristas del mar, que con una infatigable paciencia son capaces de permanecer horas eternas suspendidos en sus tablas por un efímero instante, la duración de la ola; quiero parecerme a los ojos de los enamorados que, tras el primer beso, se esconden por todos los rincones de nuestra ciudad; quiero parecerme a los titanes montañosos de la Isleta que estratégicamente nos protegen como el martillo mítico del dios Thor; quiero parecerme a la sabiduría de la tendera y al balón que congrega a niños y niñas en un campo improvisado con un garaje como portería ocasional; quiero parecerme al pescador que brega y navega la costa de El Confital durante horas, desde la nocturnidad, para proveerse del pescado justo para cocinar un sancocho. Sí, quiero parecerme a mi gente, porque son ellos y ellas el espejo de la ciudad que amo. Y es que la gente de mi ciudad brilla por su hospitalidad y bondad. 

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Cuando gozaba de todas las certezas y carecía del conocimiento suficiente como para tener dudas trascendentes, es decir, cuando había superado la primera etapa y dejado atrás la infancia, mi hermana Carmen y yo andábamos inmersos en un instrumento maravilloso que tiene lo mismo de colibrí que de tigre: el violín. Con él pasábamos la mitad del tiempo de nuestra vigilia estudiando o tocando en orquestas. En una de estas sesiones, en la sede de nuestra Orquesta Filarmónica de Gran Canaria, nos encontramos en un ensayo sabatino con dos nuevos integrantes recién llegados de Cuba, Juan Manuel y Yohama. Al finalizar el ensayo se lo comentamos a mi padre y a mi madre, a lo que respondieron: “Pero… ¿no los invitaron a comer?”; “¡Pues no!”, contestamos ingenuamente; “¿Y a qué esperan?”. Así fue como degustaron en casa, nada más llegar, un potajito de berros y un buen plato de papas fritas de entrante. ¡Nunca faltaban las papas fritas!

Mis padres bien conocían, por mis abuelos y bisabuelos, la sensación de orfandad y destierro que se emponzoña en el alma cuando el canario cruzaba el Atlántico para fabricar un tiempo nuevo. Por ello, los vecinos de esta ciudad conservan un hermanamiento tan estrecho con Cuba, Venezuela, Argentina, Uruguay y con el resto de países de América latina. Somos habitantes que llevamos en nuestro ADN el viaje de ida y vuelta, el mestizaje y el dialecto en la mochila, y compartimos tanto la irremediable necesidad de salir como la insoportable ansiedad del regreso. 

UNA ORQUESTA DE MÁS DE UN CENTENAR DE BARRIOS

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Nuestra ciudad es la viva imagen de una orquesta con más de un centenar de barrios que se congregan en cinco distritos. Todos persiguen el bien común de la convivencia. Todas esas familias instrumentales, como en una orquesta, tienen peculiaridades que las singularizan y las convierten en un sonido único y maravillosamente complementario. Algunos de esos distritos tienen sonoridades más frágiles y otros gozan de un sonido más contundente, pero todos y cada uno representan el orgulloso escaparate de nuestra ciudad. En realidad, en una orquesta también existen cinco familias de instrumentos reconocidas, como la familia de la cuerda, la del viento madera, la del viendo metal, la percusión y, aunque minoritaria, la de la cuerda pulsada o percutida. 

Dentro de cada una de estas familias musicales hay tanta variedad en sus instrumentos como en el abanico policromático de los barrios que conforman cada uno de sus distritos. Así, tenemos barrios con sonidos agudos; otros, estridentes; y los hay que destacan por su tesitura grave y ampulosa. Cada uno posee una tímbrica genuina y entre todos forman texturas más o menos rugosas o sedosas. Todos buscan esa relación de equilibrio entre sus vecinos y logran afinar no siempre con un temperamento común, pero sí con la misma búsqueda estética que procura la belleza en sus gestos y en sus silencios.

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Mi casa, en Las Torres, era la casa de la música del barrio. Todos los niños y adultos que querían adentrarse en el mundo de la música pasaban por allí a cualquier hora del día. Mi padre ofrecía sus conocimientos con la misma abnegación y entrega del que esculpe una roca inmensa que, sin saberlo, guarda una figura helénica de proporciones áureas. Rara vez nos encontrábamos sin alguien que no estuviese recibiendo alguna enseñanza o que simplemente estuviese aprovechando para estudiar en la habitación del piano. Y desde ese puesto de mando, mi padre, implicando a toda la familia, lograba regar de armonía a través de un coro o de la organización de conciertos de sus hijos y alumnos, a la comunidad para su deleite y admiración. Éramos un servicio como el reparto diario del pan, solo que lo que repartíamos era ilusión, conocimiento y sensibilidad.

Muchos se salvaron del aburrimiento o de la pena de otras sombras. Ese fue el acicate que muchos años después me dio la convicción para la creación de un proyecto músico-social como Barrios Orquestados. Un abono que hacía fértil lo estéril, que daba vuelo a las alas del talento y que colmaba de sentido a tantas personas; pero, sobre todo, un alimento para el alma que educaba desde la democracia, los derechos universales y la persecución de un bien colectivo. Todos eran diferentes al ingresar en el coro, pero todos eran iguales cuando cantaban. 

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Mamadou era un joven de diecisiete años proveniente de Mali que se embarcó como polizonte en un barco que tenía por destino Reino Unido y que, por azares de la vida, quedó hipnotizado desde su escondrijo al llegar a la escala del Puerto de la Luz, en donde se bajó. La ciudad se encontraba en plena efervescencia carnavalera y el cielo colmado de pirotecnia no podía más que maravillar a quien ansiaba un cambio de rumbo. Cuando lo conocí, pues se acercó al proyecto Barrios Orquestados, solo tenía un gran objetivo por encima de cualquier otro: estudiar. ¿El qué? ¡Todo! ¡Todo lo que pudiera aprender! 

En su país de origen estaba condenado a un futuro esclavizado, subyugado a la extracción del coltán bajo abusos y explotación para que nosotros y nosotras, el mal llamado Primer Mundo, pudiésemos cambiar cuando nos apetezca de móvil con sus múltiples aplicaciones de entretenimiento, distracción e incomunicación. Y aquí le ofrecimos cobijo, sustento y la fuente inagotable de la educación. Porque nuestro corazón, el de nuestros vecinos y vecinas, es sensible, tolerante y multicultural. Reconocemos a nuestra urbe como un espacio cosmopolita y un refugio para el desprotegido. Y nos alegra que así sea, porque lo contrario sería renunciar a nuestra naturaleza cordial y acogedora, y a nuestra alianza indisoluble con nuestros hermanos africanos, pues de África son los primeros habitantes de esta tierra y en su continente nos hayamos. Así fue como Mamadou comenzó a adiestrarse en el contrabajo con unas pocas notas… re, do, la, sol

UNA VENTANA ABIERTA AL MUNDO

Cuando ocasionalmente deambulo por el Parque Santa Catalina, la  Alameda de Colón, la plaza de Santa Ana, Triana o Vegueta, invade mi corazón una satisfacción inmensurable, no solo por su belleza arquitectónica que sirvió, en el caso de Vegueta, de laboratorio para exportar toda la estética colonial a las mal denominadas Indias en los siglos XV y XVI, sino por la serenidad y elocuencia con la que sus vecinos y vecinas perfilan su paso, decoran las calles y narran las más bellas escenas cotidianas. 

Desde hace diez años tengo el regalo de impregnarme del perfume de más barrios de los que me habían visto crecer y de los que se habían convertido en mi ciclo habitual de movimiento. Cuando iniciamos Barrios Orquestados en otro barrio periférico, Tamaraceite, no podía imaginar que estaría más conectado que nunca a las entrañas de sus ciudadanos y de sus calles, que me sumergiría en barrios con una férrea identidad, como San Lorenzo, Jinámar, San José, San Juan, El Batán, San Roque, Pedro Hidalgo, El Lasso, San Cristóbal, Risco de San Nicolás, Schamann y otros tantos que se han ido sumando y se sumarán a este trayecto de pasos sinfónicos que nos conforman como ciudad modélica. En todos ellos, he respirado un espíritu acendrado y resiliente, propio de las sociedades con arrojo que no se amedrentan ante las dificultades pedregosas del trayecto.

Esta ciudad que mira siempre al mar, no puede más que ser abierta y abrazar a todo el que arriba en ella con rosas y sueños, con sus diferentes credos y tonalidades, con sus anhelos y sinrazones, pues a esta ciudad solo le basta un nombre y un buen propósito para sumar y hacer canción. Por su actitud empática y tolerante sufre por el dolor del otro y escucha con sus venas abiertas al mundo. Y en un vals consigue hacer bailar a todos con pasos coordinados y al ritmo fraternal de su música. 

TODOS LOS VECINOS Y VECINAS TIENEN UN PREGÓN 

Cuando me ofrecieron ser el pregonero de estas 544 fiestas fundacionales de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, sentí una profunda emoción y, a la vez, un vértigo indescriptible. Pensé instantáneamente que no era la persona cualificada para tal desempeño, que otros y otras más preparados y documentados deberían ser quienes pregonasen los parabienes y entresijos históricos de esta ciudad. Sin embargo, a los pocos segundos reproché mi propio pensamiento; no por mí, sino por todos, por cada uno de los habitantes de esta urbe, pues todos y cada uno de los vecinos guardan en su interior un pregón más largo o más corto, más o menos poético, pero todos son la tesela de una verdad que nos representa como ciudad y que muestra el complejo y atractivo mosaico de ella. 

Una ciudad multicultural, tolerante y de expresión libre, moderna y respetuosa con su pasado, que hoy, un año más, rinde homenaje a los que la fundaron y a los que, con su sacrificio, permitieron que se fundara. He aquí la paradoja de la vida, esa diatriba entre el bien y el mal, que hoy para bien nos permite ser los ciudadanos que, a diferencia de los Capuletos y Montescos de antaño, persiguen el ideal de la paz y el diálogo, un espacio sin beligerancias que prefiere instaurarse en lo ropajes del buen afecto, construyendo así un lugar amoroso para la convivencia, una ciudad que derrama arte por los cuatro costados, una ciudad que suena, una ciudad de las Musas.

QUERIDOS VECINOS Y VECINAS DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA.

¡VIVA NUESTRA CIUDAD!