544 FIESTAS FUNDACIONALES DE LA CIUDAD DE
LAS PALMAS DE GRAN CANARIA
Pregonero: José Manuel Brito López
Excelentísimo alcalde de Las Palmas de Gran Canaria, Augusto Hidalgo, Ilustrísima Señora concejala de cultura, Encarna Galván, autoridades, vecinos y vecinas de nuestra querida ciudad:
MI NIÑEZ Y EL BARRIO
Yo soy un niño de barrio. El barrio es mi origen, mi camino y mi destino. Cuando era bien pequeño, hace años ya de eso (más de los que desearía y menos de los que siento), la vida se concentraba en tres parques: el grande, el chico y el de la iglesia, el “medianito”. En mi barrio, el de Las Torres, fue donde forjé la mitad de mis pasos, el primer microcosmos que me abrazó y me enseñó las primeras lecciones de vida. Desde esas “torres”, como si de la atalaya de la ciudad se tratase, aprendí que el tamaño de las cosas, como el de las personas, lo define la mirada y el espíritu con el que se las observa. Nada hay tan grande como para no caber en el sueño de un niño ni tan pequeño que los mismos ojos no permitan contemplarlo con una magnitud desbordante.
En nuestros barrios, como ese de mi niñez (un barrio periférico de nuestra ciudad que a tantas familias acogió y ofreció esperanza), repletos de orígenes, hay más caminos que calles y más sueños que destinos. Siempre hay una orilla que delimita y, a la vez, abre un nuevo horizonte infinito. En aquellos años de mis primeros pasos, más allá de nuestra fortaleza rojiblanca, solo existían plantaciones de papas, tomates y plátanos, un incipiente polígono industrial, el camposanto de San Lázaro y mucha, mucha, mucha tierra; mucho campo donde jugar, donde emporcarnos manos y cara, donde cicatrizar con polvo las heridas cotidianas, donde poder crear un universo paralelo.
“¡Corre, corre, corre!”, gritaban mis hermanos Paco y Antonio para lograr que el dueño de una finca que habíamos invadido no nos alcanzase. Habíamos entrado para abastecernos de unas pocas papas que acabarían chamuscadas en una maltrecha hoguera y que sin éxito intentaríamos comer, no por hambre, que el estómago saciado estaba, sino por sentir que éramos autosuficientes, y que, como supervivientes de un naufragio, conquistábamos nuestra pequeña isla imaginaria, aquella que todos llevamos dentro desde que partimos en este viaje.
Al llegar al parque grande sentíamos que estábamos a salvo y que nuestra evasión había sido todo un triunfo si no hubiese sido por algunos daños colaterales como la pérdida de algún zapato que decidía arbitrariamente abandonarnos al tener que atravesar un lodazal o porque al caer la tarde y regresar nos encontráramos a mi padre haciendo guardia en la puerta del zaguán para instruirnos con ciertas historias de vida y enderezar así algunas conductas inapropiadas.
En aquella época, calculábamos la vuelta según fuese cayendo el sol o cuando mis padres nos hacían llamar, no por llamada telefónica, SMS o Whatsapp, sino por mensajería humana. Siempre había un niño revoloteando la calle que conocía las expediciones de cualquiera y ejercía de heraldo expeditivo y portador de malas noticias: “¡tu padre les está buscando!”; a lo que nosotros respondíamos con un incómodo silencio o, como mucho, con un “¡uf, la que nos va a caer!”. Sigue leyendo