Visto con la perspectiva del tiempo, comprendo ahora que ya desde el principio nuestra suerte estaba echada. Tras recogernos en nuestros puertos isleños, con nuestras ilusiones intactas y una cierta incertidumbre por cumplir nuestros sueños, nos encomendamos a una tripulación novata; a un ancla rota en Santa Cruz de La Palma; y a un mal augurio del patrón, reforzado con el llanto premonitorio de la pequeña Ana.
La gripe se cebó con nosotros durante el viaje, apagando luces en nuestras almas. Y aunque en Santiago de Cuba muchos decidieron quedarse en tierra firme, dando vida a sus sueños y a su reencuentro con sus seres amados, los que seguimos en aquel vapor, el Valbanera, pronto acabaríamos desaparecidos en las aguas del olvido, removidos por un huracán que se llevó nuestras vidas aquel fatídico 9 de septiembre de 1919.
Aún hoy, nuestra tumba metálica, corroída, alberga sentimientos centenarios, reposando en la duda de un barco al que el destino no quiso dar una oportunidad.